Miércoles XV del Tiempo Ordinario

Evangelio según san Mateo 11, 25-27

En aquel tiempo, Jesús exclamó: «¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien.

El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».

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Aquí tenemos el privilegio de escuchar a Jesús dirigirse a su Padre en oración. Solamente en dos acciones más lo escuchamos en el evangelio según san Mateo que el Mesías habla íntimamente con el Padre: cuando se entrega el mismo a la pasión en el Getsemaní (26, 39 y 42) y cuando Él mismo se ofrece en la cruz (27,46).

Jesús alaba al Padre y le da gracias por su obrar, tan diverso y sorprendente con respecto a la lógica humana, que exalta el poder  y la fuerza de todos los ámbitos de la existencia. ¿Quiénes son los beneficiarios de la Revelación? No son los que cuentan exclusivamente con su propia sabiduría, no son los que ponen fundamento de su propia seguridad sobre las capacidades de la inteligencia. Entonces, ¿quiénes son los escogidos por Dios para conocerle? Los “pequeños” son los beneficiarios de la revelación del Padre (vers. 25).  

Así, el grito de dolor de Corazaín, Betsaida, Cafarnaúm, renuentes e indiferentes con respecto a su palabra (cfr. Mt 11,20-24), va siguiendo el grito de alegría de Jesús por aquellos que, por el contrario, han abierto su corazón a la Palabra. A las ciudades galileas, que conocían bien al “hijo del carpintero” (Mt 13,55) porque era su patria, les resulta incomprensible la novedad de su Palabra, que se revela; en cambio, a quienes, privados de títulos de méritos y sin estar en condiciones de apoyarse en prerrogativas humanas, que son capaces de confiar en Dios, seguros de Su fidelidad, a ellos se da a conocer.

Ellos son conocidos como los Pobres de Yahvéh o Anawin, quienes son hombres y mujeres que habiendo puesto toda su esperanza en Dios, comprendieron que su única y verdadera riqueza es Dios mismo. Creían radicalmente en Dios y teniéndolo en su corazón, les bastaba para sobrevivir. Eran sencillos, trabajadores, piadosos y buenos con todos. Esto no los libraba de ser maltratados, o vistos como personas cortas de visión o empuje. Pero su tarea iba más allá de volverse exitosos, prósperos o llenarse de posesiones materiales, su misión es ser fieles a Dios.

Jesús constata con alegría la elección preferencial del Padre, jamás desmentida a lo largo de toda la revelación, por los que son pequeños, pobres, sencillos y confían en su amor y providencia. Así le parece bien al Padre (v. 26) y así le perece a Jesús.  

Los sencillos y humildes, en cambio, han aprendido otro lenguaje. Saben distinguir las señales de auxilio del que padece necesidad quizá porque han tenido que utilizarlas en su momento. Saben que todos pasamos por horas difíciles en las que nada podemos y todo necesitamos. Ese es el lenguaje del Reino de Dios. Ese es el lenguaje de Jesús. Esa es la atmósfera que irradia, discreta y humilde y pura, la Eucaristía.

Solo quien se hace pequeño en el corazón, en toda su existencia, sólo quien se vuelve disponible para entrar en la lógica del don gratuito de Dios, puede comprenderla. El apóstol Pablo lo dirá con otras palabras: “Lo que en Dios parece debilidad es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1, 25a). La Eucaristía es la más grande fuerza que tenemos los cristianos porque es Cristo mismo quien viene a nosotros para alimentarnos porque es el Pan vivo verdadero, bajado del cielo, el nuevo mana (Leer Juan 6, 51-58).

¿Confías más en tus fuerzas o en el poder de Dios para cambiar tu vida?

¿Crees saber todo y no necesitar nada o estás dispuesto a aprender y a recibir más de Dios?

¿Tu vida de oración o espiritual es personal, íntima y confiada a nuestro Padre celestial amoroso?

¿Tienes una relación íntima, profunda, constante y reverente con Jesús-Eucaristía a través de la Misa frecuente, comunión constante y adoración perpetua?

 Padre Enrique García Elizalde


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